No son aquellos que ganan más dinero. Que adquieren más notoriedad. No contestan las preguntas vacías en entrevistas seriadas por periodistas ávidos de un simplón pero llamativo titular. No les afectan las modas. Quizás para mal, éstas minen su moral pero no ceden ni un ápice en su filosofía musical.
En la era de la comunicación, de una generación con un grado de cualificación muy elevado vía certificado, la música es más que nunca para una aplastante mayoría un artículo de consumo más, con una fecha de caducidad cada vez más pequeña. Y en estas se encuentra el gran músico, con muchos años de formación a sus espaldas y, lo que es más importante, su talento.
No buscan halagos fáciles. Simplemente reclaman su sitio en una sociedad más pendiente del continente que del contenido, del titular que de lo que ha ocurrido. Son por naturaleza entusiastas.. En su mayoría dan más de lo que reciben. En ocasiones nos legan su música sin contraprestación alguna. Expresan sus sentimientos mediante un medio inimitable que es capaz de hacernos sentir éstos en función de nuestra actitud ante la vida.
Sólo existe un requisito indispensable para disfrutar y respetarles: la atención. No atención a su vida, su apariencia, su clase social, lo simpáticos o antipáticos que sean, la de veces que los veamos en televisión o la relevancia que, con razón o no, les den los medios de comunicación. Atención a la música en sí misma para que cobre vida en nuestros oídos. Sólo así, los grandes músicos se sentirán con las ganas suficientes de seguir aportando algo tan inherente al ser humano y tan valioso como la música.
Javier Sánchez Orozco